Por Carlos A. Valle
La dictadura ha quedado atrás. El régimen de horror y autoritarismo ya no rige. Sin embargo, aun está presente. Ha calado tan profundamente en la vida de todos que se ha convertido en un monstruo invisible y persistente que sigue guiando los hilos de la conducta política y social. ¿Cómo se lo reconoce y se lo extirpa del corazón de la sociedad? Corneliu Portumboiu, en su película Policía, Adjetivo lo descubre y lo describe con cierto dejo de humor, aunque reconoce las dificultades para desprenderse de sus garras
Porumboiou es un joven director rumano, que ha vivido en su adolescencia el fin de la cruel dictadura de Nicolae Ceausescu y la búsqueda de cambios que se inició desde aquel momento. ¿Cómo es que ve ahora a su país? “Mi país es actualmente una sociedad en transición. Esa transición dura ya veinte años, y hace que conviva una mentalidad letárgica, ligada al pasado, y un auténtico deseo de cambio, que apunta al futuro. Sabemos qué es lo que dejamos atrás, pero hacia dónde vamos es algo que no tenemos tan claro.” (P/12. 22.07)
Esto es lo que muestra su filme al narrar la sencilla historia de Cristi, un joven policía, cuya tarea es seguir a un adolescente a quien se le ha visto fumar un cigarrillo de marihuana. Cristi cree que se trata de una tarea sin sentido. Mientras que en otros lugares de Europa no se lo penaliza, en su país está prohibido y quien lo haga puede ir a prisión por varios años. Día tras día pasa largas horas observándolo, anotando minuciosamente detalles sobre horas de entradas y salidas de su casa, de colillas de cigarrillos que recoge y de automóviles que se estacionan cerca de la vivienda del joven. Al final de cada día redacta un informe en el que detalla los ridículos pormenores de su misión. La narración se presenta como una “comedia absurda” y la lentitud del filme resulta tediosa. Esa es la manera como quiere Porumboiou hacernos entender lo que en realidad está sucediendo y percibir la incomodidad exasperante de una situación donde lo que pasa es que nada pasa, porque nada se quiere que pase.
La acción de la película se focaliza en el lenguaje. La dictadura ha amordazado el lenguaje y lo ha reducido, haciendo que se produjera lo que afirmaba Wittgenstein “los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje”. Dos momentos lo señalan. Por un lado, está el diálogo con su esposa, profesora de lengua, sobre el significado de una simple canción que usa sencillas figuras sobre el amor. Es la letra lo que no puede entender porque no hay lugar para los símbolos y las metáforas en la “mentalidad letárgica” de Cristi. La lógica de lo que se declara real no permite siquiera la libertad de una imagen, de un atisbo de poesía.
Después están los diálogos del policía con sus jefes que revelan esa tozudez que impregnan las ideologías totalitarias sobre la sociedad. El burócrata hace su tarea sin involucrase como ser humano y por eso no quiere quebrar las reglas. Pero cuanto más alto es su cargo se torna más autoritario y menos condescendiente con sus subordinados. Allí, también el lenguaje se constituye en un arma para la manipulación. Cristi se entrevista con su superior y se afirma en su convicción. No está dispuesto, por razones de conciencia, a detener al adolescente. Explica que la conciencia es lo que le alerta si está haciendo algo mal y, en este caso, lo que se le pide está mal. La reacción del superior es solicitar un diccionario y llevarlo por distintos vocablos como conciencia, ley, policía para demostrarle su ignorancia y recordarle el deber al que se tiene que someter. Este juego del sometimiento jugado en un torno entre sainete y farsa desnuda los resabios enquistados de un mundo que se niega a dejar de ser.
Las dictaduras marcan a fuego a la burocracia, y el orden que establecen no se cuestiona. La ley está para cumplirse no para ser cuestionada. Una “sociedad en transición” debe estar atenta a los núcleos de poder que se niegan a resignar su privilegio y buscan minar los cambios. La absurdidad de la persecución del adolescente es asumida como un acto de justicia. La ley condena el consumo de marihuana y eso no tiene discusión. Nunca sabemos nada del adolescente, quién es, qué piensa, qué quiere. Nunca se lo interpela, si lo fuera deberían ponerlo preso. Porque este adolescente no es mirado como un ser humano sino solo como un caso.
Los autoritarismos políticos o religiosos se satisfacen en el cumplimiento de las reglas y se esconden detrás de diccionarios o libros sagrados que creen nunca los interpelan. Por eso se vuelven insensibles a las necesidades humanas y pierden su dignidad. Aún con toda la incertidumbre que confiesa este joven director rumano sobre el futuro, su película es una muestra de la búsqueda de aquellos que, en cualquier parte de esta tierra, procuran cambios aunque no tengan claro el futuro.+ (PE)
- - -
Publicado por Ecupres - Prensa Ecuménica el 2 de Agosto de 2010
http://www.ecupres.com.ar/noticias.asp?Articulos_Id=9007
- - -
No hay comentarios:
Publicar un comentario